lunes, 12 de febrero de 2018


Pero el niño está ahí, dorado de sí mismo, vivo, mirado desde los rincones por todos los gatos de la muerte, haciendo hablar a las cosas, gozoso de la locuacidad de los objetos y las esquinas, asomado al culo de la vida, viendo el revés de todo, encontrándole al mundo púas musicales, resortes de payaso. El niño, su vida breve, el oro de su pelo, sin tiempo por detrás ni por delante, amenazado, fugaz, inverosímil como una manzana en el mar, reciente todavía de aquel parto a última hora de la tarde, cuando me mire a mí mismo en su llanto boca abajo.

La primera niñez, la época que perdemos de nuestra vida, de la que nunca sabemos nada, sólo se recupera con el hijo, con él vuelve a vivirse. Gracias al hijo podemos asistir a nuestra propia infancia, a nuestro propio nacimiento, y yo miraba aquellos ojos cerrados, aquel llanto rosáceo, y me veía a mí mismo, por fin, en el revés del tiempo. El niño, su debilísimo denuedo, su crueldad rosa, fe total en la vida, sin pasado ni futuro, presente completo, y cómo se ha ido abriendo paso a través del idioma, cómo ha ido abriendo frondas, tomando palabras, y llega ya hasta mí, venido de la manigua que nos separaba, del bosque de los nombres y las letras, y está ya de este lado, habitante del alfabeto.

Nunca llevamos a un niño de la mano. Siempre nos lleva él a nosotros, nos trae. Aprender a dejarse llevar por el niño, confiarse a su mano, loto que emerge en los estanques de la infancia. El niño nos lleva hasta los reinos de lo pequeño, acude a nuestra propia infancia dormida, nos mete por el sendero más estrecho, transitado sólo por la hormiga, la sansanica, el clavo solitario y la piedra rodadora.
Ir con él por la calle, por el campo. Y nos da la medida de nuestro exilio, porque él sí pertenece a los cielos viajeros, a la luz del día, al estallido de la hora, y nosotros ya no. Nosotros nos hemos distanciado con el pensamiento, la reflexión, la impaciencia y el orden.

Francisco Umbral

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